Yo creía que mi año estaba siendo duro. Pero iba a llegar
más. Iba a tener que enfrentarme uno de mis grandes miedos también en 2019. Y
con él, (re)bienvenida a todos mis fantasmas.
Nadie nos enseña a mirar dentro de nosotros. A observarnos con
honestidad, con sinceridad, pero, sobre todo, con cariño. A mí al menos me es
prácticamente imposible. Aunque me han propuesto aprender y, por mucho miedo
que me dé, no creo que tenga nada mejor que hacer ahora mismo, etapa en la que
construir es imperativo. Nada mejor en este momento, en el que todo se ha derrumbado.
Es curioso, nunca me han atraído las personas por su físico.
Ni siquiera en la adolescencia. Las personas que han marcado mi vida amorosa me
han tocado desde dentro y, desde ahí, se construyó todo. Ese click inexplicable
que da vida a cualquier cosa y que pasa contadas veces en la vida. Quizás por
eso me ha hecho sentir siempre tan insegura alguna alabanza física… Terror a
ser sólo eso para esas personas.
Y aquí estoy, en puertas de unas vacaciones diferentes,
donde la tristeza, la soledad y el desarraigo que siento van a ser
protagonistas, intentando ver cómo asumir eso de mirar dentro de mí para
rescatar algo bueno, cuando no veo nada. En definitiva, muerta de miedo.
Y, sin embargo, te veo a ti tan claramente, estás tan dentro
de mí como yo misma. Veo tus dudas, tus nervios, tus fachadas. Veo tu lucha y
me lamento por no ser la protagonista de ella, la motivación suficiente... pese
a todo, sólo puedo pensar “ojalá te vieras como yo lo hago”: Tu dulzura, tus
valores, tu risa, tus cabezonerías, tu abrazo, tu luz…
Y cómo duele joder, cómo duele verte tan dentro, pero, desde
fuera.
Quiero despertar una mañana y que nada de esto esté pasando.
Quiero despertar en mi cama, tranquila, con los bigotes del gato acariciando mi
hombro porque es la hora de su comida.
Quiero no sentir dolor ni que se me llenen los ojos de
lágrimas a solas cuando pienso en todo.
Quiero tener la mente en blanco por unos días. Apagar el
interruptor. Ponerme en modo avión.
Quiero que no duela.
Quiero que no te duela.
Quiero dejar de echar de menos, dejar de necesitar cosas.
Quiero querer lo que puede ser y no este nudo en el estómago.
Quiero quererme como nunca he sabido hacer. Quiero que no me
duelan las cosas de la manera que lo hacen.
Quiero no sentir que cualquier
persona, sin mí, está mejor.
Quiero ser yo y que me da igual no caerle bien a nadie.
Quiero no sentir que fallo constantemente.
Quiero reír hasta caer rendida.
Quiero no tener dudas.
Quiero bailar. O hacer una maratón de televisión tirada en
el sofá, sin remordimientos. Quiero preocuparme por la ropa, la compra, los
muebles o el ruido del vecino.
Quiero mi vida.
Quiero cada fragmento que siento que he perdido. O que me he perdido.
Quiero no recordar esas palabras, o los
silencios. Quiero cerrar los ojos y no ver esos gestos.
Quiero verte como antes.
Lo quiero todo. Pero no puede ser. He ahí donde está la
gracia de la historia.
Parece que se paró la vida. Pero no. Días negros, días
grises, días con más luz… al final, todo un compendio de horas que construyen
este puzzle que comienza a tomar forma. Aunque yo todavía no la vea.
Miro las piezas a ver si puedo ir sacando algo más o menos
claro. Todavía no mucho, pero en algunas voy viendo un poco. Aprendí que el
luchar por no caerse pasará factura, pero se ha convertido en mi único
objetivo. Que quererse es un trabajo a vida completa. Y todavía soy becaria.
Que quererte da para otra vida de aventuras. Pero que ambas cosas no deben
superponerse.
Aprendí que no se puede perder la voz propia, aunque pienses
que haces un bien. Que los silencios solo llevan a más silencios, a más
distancia, a más vacío. Que un vacío no lo llenan las palabras pero que éstas sí
ayudan a pasarlo por las intenciones que en ellas se guardan. Aunque esto solo suceda
por tiempo limitado.
Que mi camino no sé a dónde va, que antes veía la vida clara
y que esas piezas todavía no han aparecido. Que no me asusta decir que tengo
miedo.
Que echar de menos no está sobrevalorado.
Aprendí que he de aprender a respetarme, valorarme y
perdonarme. Sin fecha límite. Sin letra pequeña.
Y de todo, aprendí. O
aprendo. O todo, O nada. Según el momento.
Aunque las disculpas se queden cortas, aunque ya nada sea
suficiente.
Lo siento y mucho.
Siento no haber sido más fuerte, no haber sabido
transmitirte cuánto eres. Siento no haber podido expresarme lo suficiente.
Siento haber retrocedido para intentar que vinieras. Siento haberte permitido
alejarte, crear un mundo paralelo a mí. Siento haber creado yo otro. Lo siento porque el AMOR con mayúsculas no debe ser solitario. Debe ser construido, consensuado, trabajado...
Y ningún día sin pensarte, sin extrañarte, sin necesitarte.
Nueve años
Desde que mayo cambió irremediablemente. Se volvió gris y
poco después se tiñó de negro para siempre. No me lo creo. Todavía no puedo.
Nueve años de ese momento en el que me “echaban” de casa con
una burda excusa. Pero con el tiempo comprendí que, aunque no podías decir nada,
tú lo habrías querido así. Siempre protegiéndome. Siempre dejándome claro que
la palabra papá para mí se pronunciaba de otra forma, pero que tenía uno. Uno
que valía por 10. Uno que mataba por mí y que lo hizo hasta el final de sus fuerzas.
Que nunca un quinto puesto se llevó con tanto orgullo como
yo llevo el mío. Ojo, seré la quinta pero nunca la número cinco… que eso me lo
enseñaste bien.
Nueve años y cada día intentando honrar todo cuanto me
diste, que no es poco. Y, aunque sigo peleando por estar a la altura, si cierro
los ojos puedo ver tu mirada, puedo escucharte diciéndome “Aracelita hija…” Y
no sabes lo que daría por tenerte en estos momentos cerquita. Por escucharte de
noche y sentirme en casa. Porque siempre has sido mi ancla, mi camino correcto.
Ese que ahora mismo tengo un poco perdido.
Nueve. El número que marca mi vida. Vida que hoy daría por
no tener señalado este día en el calendario.
Nueve años y sigo rompiéndome en mil pedazos cada vez que
llega esta fecha.
Pero tranquilo, hoy tampoco lloro, que sé que no te gusta.
Nunca sabes hasta qué punto estas rota hasta el momento en el que no te salen las palabras, ni las lágrimas, ni la rabia.
Proceso, todo lo rápido que puedo. Asumo todos los tipos de culpa en esta situación. Trabajo para no caer hasta donde quisiera hacerme un ovillo. Sonrio, como acto reflejo cuando lo que quiero es dejarme ir sin miramientos.
Es lo que me pides. Que calle, que desaparezca. Cumplir tus
deseos, mi única opción.
Aunque quiera correr, aunque quiera gritar, aunque quiera
todo lo contrario.
He perdido el norte.
Y el sur.
Lo único que me queda es mantener el sitio que ahora quieres
que tenga. En silencio. Con esta como única ventana. Por si, un día, decides
que quieres mirar. Quizás puedas ver más allá de lo que soy capaz de decir.
Todos los días de frustración contenida. De sentimientos
reprimidos. De tristeza controlada.
Pero, ¿qué hacemos con la rabia? Esa que me controla, que me
ataca a cada minuto de tu ausencia. Esa de la que sólo tengo la culpa yo,
contra la que me es imposible luchar.
Necesito tu risa contagiosa, tu alegría. Tu extraña manera
de alegrar mi mundo. Necesito que mi insomnio vuelva a pelearse con tus madrugones y que
me lo aguantes porque son horas de terapia compartida. Y porque yo lo valgo. Y que el agua se
congele por la mañana y que no me creas cuando te digo que esa maldita ducha me tiene manía.
Y acojonarte por desaparecer incomunicada durante horas. Aunque no me haya movido de tu casa.
Necesito esa carretera de curvas donde quedé afónica de reir a carcajadas. Donde nunca he sido más yo.
Necesito mirarte y saber que no tengo que decirte eso que
pienso. Y levantar los pies del suelo. Y que todo fluya. Porque no hace falta
nada más.
Y perder el norte (o el sur). Y encontrar esa ventana
abierta.
Te estoy mirando, desde la esquina opuesta de nuestro sofá. Una noche cualquiera. No imaginas cuánto te extraño. Estás a mi lado, pero no te veo, ¿qué puedo
hacer para que vuelvas?
No imaginas lo que daría por tu sonrisa, por nuestras charlas, por compartir, por... ser contigo. Y que todo eso no fuera un espejismo.
Mi amor, mi amigo, mi cómplice, mi familia… mi todo. Ese que
me saca de quicio y al instante siguiente me hace volar. Esa risa única. Esa presencia
desbordante.
Ese al que llevo años mirando sin saber cómo tengo la suerte
de compartir mis días de su mano. Ese al que veo alejarse sin remedio, desde
hace años.
Te echo de menos, no sabes cuánto. Te necesito, todavía más.
Te quiero, por encima de todo.
Aunque este amor me esté matando lentamente, te espero.
¿Vuelves?
Para. Respira. Y, ríete. Bébete esa copa. Sal, haz esa locura, envía ese mensaje, dedica esa canción. Cuenta ese chiste o baila como si nadie te mirara. Mañana ya veremos.
No te frenes, no por ahora. No hay peligro, ni malos entendidos. Ni falsedades ni dobles intenciones. Es hora de vivir. Y tú sabes bien de qué va eso de ser sincero con uno mismo...
La vida a prisas. Ensimismados en la carrera sin disfrutar
del paisaje. Sumergidos en nuestros propios planes. Una vida en solitario,
aunque rodeados de gente. Así pasan las horas, los días, los meses… la vida. La
conciencia adormecida que, de vez en cuando, nos reclama un poco de atención.
Nos avisa, nos cuida de caer en nuestras propias trampas, en nuestros propios
miedos, en nuestros propios abismos. Bajamos la guardia.
Pero conseguimos esquivar ese piloto rojo. Nos acostumbramos
a su luz, nos auto engañamos con el tiempo. Y es que siempre tenemos tiempo. Tiempo
para parar, para mirar, para arreglar. Para compensar. Pero ¿y para entender que
no todo nos espera eternamente?
Que el tiempo es ahora, que la vida cambia, las personas
evolucionan, los intereses varían y que lo que abandonamos lo perdemos, que
vivir se pasa deprisa y no a prisas. Planes, planes y más planes, pero, ¿dónde
queda el alma? ¿Dónde quedan esos momentos en los que provocar una sonrisa a
distancia? ¿Dónde queda la complicidad más allá de las horas? ¿Ese combustible
para que todo siga marchando? ¿Dónde quedo yo?
Cansada de preguntas sin respuestas. De que la razón prevalezca
sobre mis ansias de vida. Solo se trata de eso. De vivir. De tener un motivo
para seguir adelante. De provocar un respiro en la carrera. La carrera es
obligatoria, el estilo lo marcamos nosotros. Cada día. Sin excusas.
Tú, con tu presencia sosegada. Tu amor tranquilo. Tu cariño
resguardado. Tú, en aquel lugar secundario. Presente. De lejos. De cerca. Tu
risa socarrona, tus riñas sin apenas hablar, tu mirada. Esa manera de mostrar orgullo.
Los paseos llenos de complicidad, tu ira frente a mis
lágrimas. Tu lucha, tu ejemplo.
Ni un día, una semana, un mes ni un año. Es que una vida no
me basta para resumir tu abrazo. Para sentirte lo suficiente. Para aprenderte.
Para dejar de extrañar… te.
Si cierro los ojos siento el roce de mi mano sobre la tuya,
te veo. Si me desvelo una noche oscura sigue siendo tu rugir lo que me calma.
Llevar tu piel aunque no te gustara.
Ese quinto puesto de que jamás podré sentir más orgullo.
Sentada. Desnudas mis ideas ante tu ausencia. Intento ver.
Quitar el filtro. Pausa a mi trabajado estado racional continuo. Hoy me doy
permiso, me regalo ese capricho. Capricho de pensarte sin tabúes, de imaginarte
a mi gusto, de divagar por mis deseos.
Y volver a temblar como la adolescente que una vez fui. Contigo.
Solo pido ser dueña de mis días. Dejar de ser una actriz
secundaria en mi propia historia. Que me quieran y querer. Construir, ¡Vivir!
Solo quiero acurrucarme en tus brazos y que se pare el mundo
y que, cuando no esté, me eches de menos. Y quieras escribirme y quieras
contarme y me muestres que tu vida no es mejor sin esta actriz secundaria que
poco a poco se va sintiendo un extra circunstancial.
Que te quiero a boca llena, a pecho descubierto, a alma
abierta.
Que me estoy perdiendo intentando seguir tu guion.
Pasan los días. Noto algo distinto en mi. Difuso. Ausente. Es algo que me retumba las tripas pero no logro dar con lo qué es. Sigo adelante. Siempre adelante. Da igual la carga. Da igual la vida. El arte de vestirse una sonrisa está muy infravalorado.
Y llega el día. Ese preciso momento en el que, en una conversación descubre qué es eso que tanto extrañas: tú voz.
Perdí mi vos en mi camino. Mi voz más profunda. La que me lleva a mi. La que me dice quien soy. La que opina y se quiere. Perdí mi voz cada vez que callé lo que no debía. Que miré a otro lado. Que silencié momentos anteponiendo a otros a mi misma. Perdí mi voz cuando cedí el espacio de mis aficiones. Cuando amoldé sin mirar atrás mis expectativas, mis rutinas y algunos de mis gustos. Perdí mi voz y ni siquiera sé cómo volver a buscarla. Ni dónde. Ni si hay con quién.
Perdí mi voz y, aún afónica, consigo gritarme lo suficientemente alto.
Mirarte a escondidas. De noche. Mientras duermes. Sentirte
vulnerable por un instante. Sentir que me necesitas para algo. Que tengo valor.
Hablarte al oído, aunque no me escuches. Llorarte en
silencio. Abrazarte fuerte. Ojalá pudiera quitarte ese peso que te asfixia.
Caminar por casa, escucharte cantar y reír. Que salgas
bailando de cualquier rincón, con cualquier excusa. Objetivo: que brote mi
carcajada. Tu alegría. No sabes cómo te admiro.
Que hables solo, con el gato mirándote como si estuvieras
loco.